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La Matanza de San Valentín, los siete crímenes a sangre fría

El primer sindicado por los asesinatos fue Al Capone, como una venganza a su archirrival George Bugs Moran, en pleno auge del contrabando de bebidas alcohólicas derivado de la Ley Seca. La Justicia nunca encontró al culpable. Al gánster más famoso solo lo pudieron encarcelar por el delito de evasión impositiva.

El 14 de febrero de 1929 Chicago amaneció nublada y con un intenso frío que calaba los huesos. Un día desapacible que estaba a punto de ser testigo de la más cruenta matanza que haya sufrido esa metrópoli, a la que llamaban “ciudad del viento”. En aquellos tiempos, los ajustes de cuentas entre las bandas mafiosas habían convertido sus calles en las más peligrosas de los Estados Unidos, donde la corrup­ción institucional se había transformado en un mal endémico.

Pero la entrada en vigencia de la ley Volstead, más conocida como Ley Seca, que prohibía vender, producir, importar o transportar alcohol en todo el territorio, agravó la situación que ya era insostenible. Tanto los jueces, periodistas y funciona­rios empezaron a engrosar la nómina de los gánsteres. La ciudad pronto se convirtió en una especie de ta­blero en el que las diferentes mafias rivales dirimían sus entuertos a pura bala.

Eran dos las bandas que se fortalecieron con la Ley Seca: los ir­landeses Dean O’Banion y la banda de Johnny Torrio, y la de Alphonse Gabriel Capone, que operaban en el North Side y en el South Side, respectiva­mente. Al Capone, nacido en Brooklyn en 1899, hijo de inmigrantes napolitanos, a los 14 años ya había amenazado de muerte a su maestra.

A eso de las diez y media de la mañana, varios de los hombres de confianza de George Bugs Moran llegarían a la zona norte de Chicago para recibir un camión car­gado de licor de contrabando. Un Cadillac de color negro se detuvo frente al almacén de la SMC Cartage Company, en 2122 North Clark Street, desde donde descendieron cuatro hombres, mientras un quinto se quedó al volante, esperando.

Al poco tiempo de que el camión con el cargamento ilegal hiciera su entrada, “una dotación policial” en­tró en el almacén clandestino, ante la actitud confiada de los mafiosos de Mo­ran. Dos hombres vestidos de policías, con sus respectivas armas reglamentarias, ordenaron a los siete hombres que se encontraban en el almacén alinearse contra la pared. En ese momento, otros dos hombres armados con ametralladoras Thompson, escopetas y pistolas calibre 45 irrumpie­ron en el lugar.

Un baño de sangre

Fueron minutos, tal vez segundos, cuando se escuchó el atronador estrépito de las ametralladoras, cuyas balas acribillaron a sangre fría a los siete gángsters en un ajuste de cuentas que pasaría a la historia como La Matanza de San Valentín.

De un momento a otro los cadáve­res se amontonaban en el suelo sobre un gigantesco charco de sangre. Moran se había retrasado y eso le salvó la vida. Los siete hampones fusilados eran James Clark (cuñado y mano derecha de Moran), Adam Heyer, John May, A. Weinshank, los hermanos Frank y Peter Gusenberg y Robert Schwimmer. En el Día de los Enamorados, Al Capone le había mandado una macabra felicitación.

La jugada había sido una obra maestra. El vecindario, distraído por la situación, no advirtió que allí adentro había ocurrido una carnicería. Ni se inmutó al ver salir a dos tipos que con apariencia criminal habían sido arrestados y llevados hasta el coche por “honrados representantes de la ley”. Sin levantar sospechas, el vehículo arrancó con toda tranquilidad y se esfumó en las ca­lles de la ciudad del hampa.

Cuando la policía llegó al lugar, uno de los mafiosos estaba con vida. Era Frank Gusemberg. Cuando le preguntaron quién le había disparado, dijo que nadie, a las tres horas murió en el hospital. Con 14 impactos de bala encima, aún así mantuvo el juramento de omertá.

En el libro La mafia de los primeros 100 años, sus autores William Balsamo y George Carpozi describen la sangrienta masacre y cómo encontraron los cuerpos acribillados. “Parecía que la cabeza de la primera víctima hubiera explotado por el impacto de un cañón. Los tres cuerpos siguientes estaban de espaldas al suelo, con los ojos fijos en el techo. El quinto cuerpo estaba de rodillas, con la parte superior descansando en una silla reluciente del líquido carmesí que había escapado de sus venas…”.

La noticia de la masacre se esparció como pólvora por todo el territorio. Las fotos publicadas por los medios mostraban la inmensa crudeza con la que los delincuentes habían actuado. Una violencia nunca antes vista, ni por los ciudadanos de la ciudad de la mafia, muy acostumbrados a todo tipo de violencia. Como relató la revista Chicago Magazine en su número de mayo de 2010, George EQ Johnson, el fiscal del Estado que llevó a Capone entre rejas, calificó el hecho como “el crimen más espantoso en la espantosa historia criminal de Chicago”.

Policías y periodistas recorrieron la zona preguntándole a los vecinos si habían visto al famoso Cadillac negro, pero parecía que se lo hubiera tragado la tierra.

Según el Chicago Magazine, tras el hallazgo de un Cadillac consumido por las llamas, David Stansbury, fiscal adjunto de Chicago, sostuvo: “Puedo nombrar 50 motivos para este crimen, pero ninguno destaca por ser lo suficientemente importante como para ser considerado la causa probable de estos asesinatos”.

Algunos creyeron reconocer entre los agresores a Jack Mc Gun, conocido como “Machine Gun”, que habría aprovechado la oportunidad para vengar la muerte de su padre, aunque él mismo insistió en que ese día había estado con su novia, Larise Rolfe, en el cuarto de un hotel. Poco después todo apuntó a Al Capone, pero el hampón se excusó con ironía, alegando que es­taba en Miami Beach.

Carrera meteórica

En marzo de 1925, Al Scarface-Caracortada Capone se puso al mando de una de las bandas criminales más poderosas de Chicago. Capone personificaba como pocos el proto­tipo de un gánster: tenía a su disposición a 25 contadores, la nómina de los me­jores pistoleros de la ciudad y ponía fortunas en los bolsillos de la policía para que mirara para otro lado. El líder de la banda criminal quería convertirse en el rey de Chi­cago.

La historia se remota a Dean O’ Banion, quien comenzó el contrabando de bebidas alcohólicas convirtiéndose en el jefe de una importante organización criminal. Pero terminó sus días con el cuerpo como un colador. Bugs Moran fue el heredero del difunto. Como la guerra por el control del contrabando de licor estaba en su apogeo, entre Al Capone y Moran se desató una lucha sin cuartel. Moran in­tervino hasta catorce de los camiones de Capone que cubrían la ruta Detroit-Chicago. Hizo volar por los aires los locales que habían pasado a manos de Capone. Saqueó un barco lleno de bebida que desde Canadá había mandado su rival. Incluso había intentado matar a Capone en dos ocasiones.

El contraataque de Al Capone fue brutal. El rey de Chicago y Jack McGurn, su estrecho colaborador, elaboraron el plan perfecto para asestar el golpe definitivo a Moran. Ningún juez pudo determinar que Al Capone fuera el responsable de la matanza ni de algún otro crimen.

Una vez derogada la Ley Seca, todo cambió en Chicago. Y también para Al Capone. Considerado el enemigo público número uno de la ciudad, los días “de gloria” del gánster más famoso de todos los tiempos llegaban a su fin. El criminal se había convertido en todo un símbolo y terminar con su imperio mafioso era una cuestión de Es­tado. El gobierno federal encomendó la tarea de terminar con la organización de Capone al incorruptible Eliot Ness, mien­tras que el agente del Servicio de Im­puestos Internos, Frank J. Wilson, se ocupaba de la investigación fiscal del mafioso. No le pudieron probar ningún hecho delictivo, pero terminó en prisión por evasión impositiva y la repetida violación de la ley Volstead.

Recién en octubre de 1931 fue condenado a pagar 80 mil dólares y a purgar una condena de 11 años de prisión en la cárcel de Atlanta, pero como allí lo trataban como un rey, dos años más tarde fue trasladado a la isla de Alcatraz, donde desa­rrolló una sífilis contraída con anteriori­dad.

Salió de la cárcel por buena conducta en 1939, recluyéndose en su mansión de Mia­mi Beach, donde murió el 25 de enero de 1947 a causa de una falla cardíaca.

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