El 15 de octubre de 1979, a las puertas de la sangrienta guerra civil que vivió El Salvador, ocurrió un golpe de Estado que depuso al último gobernante militar de nuestra historia. Fue la última asonada militar en nuestros 200 años de historia independiente que derrocó al gobierno del general Carlos Humberto Romero, quien había llegado al poder en 1977 tras denuncias de fraude electoral.
Las primeras acciones del levantamiento militar ocurrieron la mañana del 15 de octubre de 1979, comenzando por garantizar el control de la Primera Brigada de Infantería –más conocido como el “Cuartel San Carlos”; así, inició una insurrección que en nombre de la democracia y los derechos humanos había sido organizada por jóvenes militares y que luego derivaría en una serie de juntas de Gobierno que causaron mayor inestabilidad al país, con el asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero y la intensificación del conflicto armado.
La acción militar tuvo éxito desde el inicio, a la toma del cuartel San Carlos se sumó la Segunda Brigada de Infantería en Santa Ana, la Brigada de Artillería y la Escuela Militar, donde su director, el coronel Adolfo Majano, ya se perfilaba como el representante del sector más progresista de la juventud militar, en contraposición al coronel Jaime Abdul Gutiérrez, jefe de la Maestranza Militar y vinculado a oficiales de línea dura.
Asegurado el control de los cuarteles en las primeras horas de ese día, los líderes civiles y militares del movimiento enfrentaron la delicada tarea de dar a conocer la Proclama que justificaba sus acciones, a la vez que convocaban a la formación de un nuevo gobierno de unidad nacional, que gozara de legitimidad entre los más variados sectores comprometidos con la democracia y la paz en el país.
“La proclama fue el proyecto de mi vida”, relató hace dos años a Diario El Mundo el ingeniero Rodrigo Guerra, que, junto con su hermano René y muchos de los camaradas militares de este último, comenzaron a vislumbrar lo que debía ser un nuevo país, mientras iniciaban su vida profesional a comienzos de los años 70.
El documento sirvió de inspiración al movimiento de la juventud militar. En poco más de cinco páginas incluye la justificación para el golpe de Estado, la enumeración de lo que percibían como las principales causas del desastre nacional, en la que –aseguraban– había caído el país, y la lista de acciones inmediatas que habrían de tomarse por parte de un nuevo gobierno de inspiración democrática y verdadera representación popular.
La decisión de proceder a un nuevo golpe de Estado no había sido fácil. La tarea de convencimiento entre las filas de los oficiales militares había abarcado a buena parte de los tenientes y capitanes que constituían los mandos operativos de la institución armada, pero también se había buscado y obtenido el apoyo de las universidades, sindicatos e iglesias, así como empresarios y terratenientes con sensibilidad social, y políticos opositores al régimen, víctimas de los sucesivos fraudes electorales en los que se cimentaba dicho régimen.
Con una cohesión bastante amplia y una proclama que gozaba de la aprobación de los sectores involucrados, cuyos representantes apenas hicieron observaciones al proyecto elaborado por Guerra y Guerra.
Al final, se impondrían la jerarquía militar y la tradición; y las reformas propuestas en la Proclama de la juventud militar fueron limitadas en su alcance por el mismo clima de violencia en el que se pretendían implementar y por sectores opuestos a su contenido. A las puertas de una guerra civil, que otorgó protagonismo a las más extremas visiones políticas de entonces, éstas se impusieron, postergando las reformas y apostando a una victoria militar que nunca llegó.