Si no resetea, no será posible que perciba la gravedad de lo que acontece casi a diario, la tiranía que nos somete y zarandea a su antojo. Perú es el último ejemplo de ello. Es el último país que está sufriendo un golpe militar sin carros de combate, sin toques de queda, sin soldados en las calles. Sin estadios de fútbol atestados de críticos esperando un fatal destino. Estamos ante una nueva cepa del intervencionismo norteamericano en Latinoamérica. Un golpe que no cesa, que nunca cesó. Un golpe que se repite de forma metódica en los países subordinados a Estados Unidos cuando la derecha o la extrema derecha no ganan los comicios. Un golpe que bombardea las mentes de millones antes de las elecciones, que siembra el pánico y el miedo en los ciudadanos o que amenaza y atemoriza gobiernos.
Un golpe que asalta palacios presidenciales con falsas denuncias de fraude, fake news y chiflados con extravagantes uniformes como los que contemplamos estupefactos en el Capitolio. No es el Cóndor sobre las cabezas de los latinoamericanos, es el Cóndor en las cabezas mismas de los latinoamericanos. Un golpe de manual que, en esencia, comparte los mismos elementos comunes allá donde se perpetra: desinformación, deslegitimación y amenazas, incluidas las militares. Toda una estrategia que no persigue tanto derrocar a los gobiernos, lo que tampoco descarta, como angostar el margen de actuación de aquellos gobiernos no sometidos a la voluntad de los Estados Unidos hasta llevarlos casi a la parálisis.
El comienzo del golpe
Cuando el pasado 6 de junio comenzó la lógica remontada de Pedro Castillo, el mecanismo, como si de una bomba de relojería se tratara, se activó. Y con él una cuenta atrás que no podría ser detenida ni por un superhéroe. El mismo mecanismo que detonó en Bolivia ya era una realidad el pasado miércoles 9 de junio, cuando el ministerio de Defensa peruano se vio obligado a emitir un comunicado para reafirmar la neutralidad de las Fuerzas Armadas ante lo que entonces era un evidente triunfo del sindicalista Pedro Castillo: “Exhortamos a todos los peruanos a respetar los resultados del proceso electoral y a trabajar unidos para fortalecer la democracia”.
Y, posteriormente, hace tan solo unos días, cuando el pasado viernes 18 de junio tuvo que comparecer Francisco Sagasti, todavía presidente del Perú, junto a la primera ministra, Violeta Bermúdez, y la ministra de Defensa, Nuria Esparch, tras el envío de una carta a los altos mandos militares para que no acepten los resultados electorales. “Es inaceptable que un grupo de personas retiradas de las Fuerzas Armadas pretenda incitar a los altos mandos para que quebranten el Estado de Derecho”, aseveró el presidente.
En ese momento, con el recuento electoral concluido en su totalidad, Pedro Castillo había obtenido el 50,125% de los votos, por el 49,875% de Keiko Fujimori, con lo que debería proclamarse presidente del país, pero la estrategia basada en impugnar mesas electorales y denunciar fraude lo impidió.
La misma estrategia golpista
Las denuncias de fraude electoral de Keiko Fujimori, como en el pasado las de Donald Trump o la oposición boliviana, persiguen retrasar la toma de posesión, con suerte impedirla forzando unas nuevas elecciones, pero ante todo pretenden aumentar la polarización del país para minimizar al extremo las posibilidades de cambio de Pedro Castillo. La estrategia de la tensión que antes consistía en derrocar gobiernos, ahora se ha convertido en una estrategia mediática que genera un efecto similar sin que nadie apriete el gatillo, sin que se detone un artefacto en una cafetería. Es más sutil, pero más devastador: una tertulia, un programa o un tuit perpetran un atentado contra la veracidad que afectará a millones de personas. Que sembrará dudas. Que creará desafección.
Porque las denuncias de Keiko Fujimori se producen con exacto conocimiento de su falsedad y con extrema maldad, pues tanto la Organización de Estados Americanos (OEA) como la Unión Interamericana de Organismos Electorales (Uniore), la organización Transparencia Perú o el verificador PerúCheck han confirmado que, si bien hubo incidencias, como resulta inevitable en cualquier proceso electoral, en ningún caso existen elementos que puedan siquiera atisbar la comisión de fraude. Como no existieron en las últimas elecciones norteamericanas. Como no existieron en Bolivia, que tras la repetición electoral reprodujo casi los mismos resultados.
El efecto de las amenazas golpistas
Ante la inmovilidad de las fuerzas militares peruanas a las invitaciones golpistas provenientes del sector de Keiko Fujimori, hija del infausto dictador que todavía permanece en prisión, los peruanos podrían pensar que tienen motivos para la tranquilidad. Nada más lejos de la realidad. La llamada militar, aun cuando las fuerzas militares permanezcan inmóviles, ya supone en sí mismo un reflejo de baja calidad democrática, una cierta afinidad ideológica de las fuerzas armadas y una severa advertencia para los que se han hecho con el poder. Pues pregúntese, ¿habría sido posible que Pedro Castillo invocase a las fuerzas militares peruanas para intervenir en el país si hubiera perdido las elecciones? Ni se le habría ocurrido, pues sabe que no son de los suyos.