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Drogas y alcohol ¿de verdad expulsan de culpabilidad a un agresor?

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La noche del 9 de mayo del 2015, cuando tenía 23 años, Pía fue a visitar a una amiga y su pololo. Llevaban unas horas conversando cuando el pololo –que ella conocía desde hace años– decidió invitar a unos amigos a la casa. En poco rato se armó una junta improvisada, pero Pía no tenía ganas de sociabilizar así que se fue a acostar a la pieza de invitados. Ahí se quedó conversando con un amigo por WhatsApp.

Horas más tarde, cuando ya todos se habían ido, el pololo de su amiga subió las escaleras y se asomó por la puerta de la pieza. No dijo nada, pero se quedó un rato mirando hacia adentro y moviendo la puerta discretamente. Pía se dio vuelta, lo miró y le preguntó “¿qué quieres? Él respondió: “Quiero dormir contigo”.

Pudo identificar de inmediato que estaba ebrio, pero aun así se sorprendió por su respuesta. Percibía que él tenía otras intenciones, pero en parte lo negó porque la posibilidad de que eso fuera cierto la descolocaba. Era el pololo de su amiga, se conocían hace años y entre ellos solo había existido una relación de confianza y respeto. Mientras lo veía parado en el umbral de la puerta, se cuestionó si había hecho algo para que él pensara que ella tenía ganas de acostarse con él. Ahora sabe que no, pero en su minuto fue inevitable –y una reacción casi automática– poner en duda sus propios actos antes que cuestionar los de él.

Aun así, pese a la incomodidad que sintió, pudo decirle varias veces que se fuera a su pieza, pero él se puso cada vez más insistente. “Me dijo que quería dormir en mi cama de dos plazas y que se acostaría en el rincón. Yo inventé excusas en mi cabeza para no aceptar el hecho de que en realidad me estaba acosando, como que quizás no quería dormir con su polola porque estaba ebrio, así que después de mucha insistencia le dije que se acostara en un costado. Estaba asustada porque la situación ya se había vuelto tensa y me acosté lo más lejos posible de él”, recuerda. “Pero él se empezó a acercar y le tuve que decir que parara. Sin gritar porque me daba miedo y no quería despertar a nadie. Lo empujé varias veces, pero entre medio de los empujones él volvía a acercarse y a tocar mis partes íntimas. A esas alturas yo estaba muy confundida y no estaba siendo capaz de entender del todo lo que ocurría. Mi estrategia finalmente fue la de hacerme la dormida para que él dejara de tocarme”.

Pero lejos de parar, cuando pensó que Pía se había quedado dormida, se acercó más, se bajó los pantalones y se masturbó encima de ella. Después de eso fue al baño y se fue a acostar con su polola. “Durante todo ese rato quedé totalmente paralizada. No podía moverme ni hablar. Estaba inhabilitada. Al día siguiente me fui corriendo sin saber qué hacer”, relata. “Hasta que llamé a una amiga para contarle lo que había pasado y ambas coincidimos en que había sido de curado y que tenía que dejarlo pasar”.

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Mirando hacia atrás, Pía reconoce que justificó el actuar de su abusador –aun siendo consciente de que lo que vivió fue un episodio de abuso sexual– porque estaba totalmente ebrio. Decidió incluso enfrentarlo unos días después y fue ella misma, según recuerda, la que terminó bajándole el perfil a lo ocurrido. “Total, estaba curado”, pensó. Para ella, todo había sido un accidente fortuito que ocurrió por un contexto determinado, restándole así la responsabilidad a su agresor. Pero aun así, sufrió las consecuencias de ese episodio durante mucho tiempo. “Tuve dificultades para establecer relaciones con otros hombres y sentí un nivel de miedos y ansiedades que nunca antes había sentido”.

A cinco años de lo ocurrido, se sigue preguntando qué medidas debió haber tomado y si se puede juzgar o no con la misma vara a un abusador si es que no tiene recuerdos de lo ocurrido y si se muestra tan arrepentido como lo hizo él. “¿Cómo se actúa en estos casos, cuando esa persona quizás no quiso hacerte daño pero lo hizo igual? Yo lo eximí de cierta responsabilidad cuando me dijo que no se acordaba de mucho y que jamás habría hecho algo así en un estado de consciencia, pero al final igual hizo lo que quiso y yo sufrí las consecuencias”, reflexiona.

Al igual que Pía, son muchas las víctimas que pasan por este tipo de cuestionamientos. Es difícil, en una cultura que tiende a la revictimización y a responsabilizarlas de lo ocurrido, no tener ese tipo de dudas. Especialmente en aquellos casos en los que el consumo de alcohol o drogas dan paso a situaciones aparentemente ambiguas, poco claras y que bordean ese límite que a ratos creemos difuso. Pero lo cierto es que ese límite no es difuso y la víctima de un abuso o agresión sexual nunca es responsable de lo ocurrido. Si las consecuencias para la víctima son las mismas, haya habido alcohol o no de por medio, ¿por qué al agresor habría que aminorarle su responsabilidad solo por haber estado bajos los efectos del alcohol o las drogas?

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